A comienzos del siglo XX, con la aparición de las teorías urbanas del movimiento moderno, se comenzó a pensar la ciudad desde un marco teórico radicalmente nuevo.
Las premisas de dicho movimiento se basaban en una aproximación racionalista al diseño urbano y al problema de la vivienda; la ciudad y la vivienda debían funcionar como una máquina, de manera que se dio prioridad al tránsito de vehículos particulares y se destinaron grandes extensiones de suelo al uso residencial, en el que se planteaban altas torres de apartamentos rodeadas de amplias zonas verdes en las periferias de las ciudades (Plan Voisin o la Cité Radieuse de Le Corbusier).
En los centros urbanos se concentrarían los usos comerciales, servicios, lugares de trabajo, edificios administrativos, y centros culturales (Le Corbusier, 1933).
Dentro de este esquema de la ciudad moderna, no se contemplaban como elementos de interés de conservación los centros históricos, de calles estrechas, edificaciones de baja o mediana altura, y espacios públicos de una escala mucho más pequeña. Aquí, la totalidad del nivel del suelo estaría destinado únicamente a estas extensiones de zonas verdes desestructuradas, y a la circulación del vehículo privado.
Bajo estos principios se llegaron a realizar actuaciones urbanas de gran envergadura en ciudades europeas tales como Ámsterdam, París o Rotterdam, y de igual manera en ciudades de países en vías de desarrollo, como Brasilia, o Chandigarh.
Al mismo tiempo, en la mayoría de las ciudades en Norteamérica el centro dejó de ser atractivo para el uso residencial, y la mancha urbana se extendió con suburbios de baja densidad y de uso exclusivamente residencial, esquema soportado por la casi total desaparición del transporte público, y la prevalencia del uso del vehículo privado.
En su libro “Muerte y Vida de las Grandes Ciudades Americanas” (1961), Jane Jacobs hace una dura crítica al modelo de ciudad del movimiento moderno, en pleno auge del mismo.